Fecha: Jueves 4 de diciembre de 2025 | Hora: 20 hs. | Ciudad: C.A.B.A. | Lugar: Club Cultural Bula | Bandas invitadas: RHAUG
El universo conceptual de KANONENFIEBER se instala desde su misma raíz como una impugnación total de cualquier forma de romanticismo bélico y una reconstrucción minuciosa del trauma histórico que marcó a la Primera Guerra Mundial como una herida abierta en la memoria humana. No es una estética, no es un fetichismo militar ni un despliegue de uniformes vacíos de contenido: es la decisión deliberada de trabajar con el material más crudo posible —cartas, diarios, fragmentos de voces reales que no sobrevivieron al contexto que describen— para devolver a la guerra su dimensión esencial, la de un mecanismo de destrucción emocional, física y espiritual que tritura identidades y pulveriza cuerpos hasta dejarlos irreconocibles. El nombre mismo del proyecto, tomado del término alemán que definía el shock nervioso producido por los bombardeos continuos, funciona como brújula conceptual y ética: no hay gloria ni heroísmo en estas canciones, sólo memoria, luto y la reconstrucción de una subjetividad devastada. De allí surge un sonido que no pretende seducir ni complacer, sino encarnar aquello que narra: un entramado de blackened death, melodías tensas, riffs que parecen nacer del óxido y el temblor, percusiones que evocan respiraciones aceleradas, explosiones extremas que replican el vértigo del combate y atmósferas cargadas de un espesor emocional que no se puede fingir.
Esa atmósfera comenzó a gestarse incluso antes de que el recital tomara forma. Mientras el público ingresaba al Teatrito, que de a poco se aproximaba al lleno total, por los parlantes sonaban canciones alemanas de la Primera Guerra Mundial, grabaciones arqueológicas cargadas de grietas, chasquidos, voces gastadas que parecían provenir de un aniversario lejano y no de un mundo reconocible. Ese gesto, lejos de funcionar como simple ambientación, operó como un desplazamiento temporal: la sala dejó de ser una sala, dejó de ser Buenos Aires en 2025, dejó de ser un espacio contemporáneo para transformarse en un umbral emocional donde el público era invitado a entrar en una narrativa que preexiste a la banda misma. La presencia de esas melodías centenarias generó una concentración tensa, casi ritual, que borró cualquier idea de “previa” y colocó a la audiencia en un estado de alerta sensible, predisponiéndola a un tipo de experiencia que no busca entretener en términos convencionales, sino afectar, incomodar, conmover desde otro plano.
Cuando las luces cayeron y el primer ataque de Grossmachtfantasie irrumpió como un estallido de metal comprimido, esa atmósfera se solidificó con una claridad conmocionante. El sonido —crudo, maquinal, estruendoso— se comportaba como si la banda estuviera manipulando engranajes de guerra y no instrumentos musicales. El público, lejos de desbordarse en gritos iniciales, se sumergió de inmediato en un tipo de atención intensa: había algo más en juego que el disfrute. Y cuando la banda enlazó Menschenmühle, el fenómeno se volvió evidente: los asistentes comenzaron a cantar los estribillos en alemán, no desde el entendimiento semántico sino desde la adhesión emocional y fonética a una sonoridad que invitaba a formar parte del relato. Ese acto —una multitud argentina repitiendo líneas en alemán desde la visceralidad— convirtió la interpretación en un gesto de comunión que resonaba más allá del idioma, más allá del género y más allá de la barrera cultural.
La figura de Noise, desde ese instante, se consolidó como eje emocional del dispositivo escénico. Su actuación no es teatral en el sentido ornamental; es física, encarnada, cargada de una tensión que se percibe en cada articulación del cuerpo. No interpreta a un soldado: encarna a varios, a todos, a cualquiera. En Der Füsilier I y Der Füsilier II, su actuación se volvió casi cinematográfica, con un fraseo que parecía cargar en cada sílaba el peso de una despedida escrita a la carrera. Mientras tanto, las guitarras de Kreuzer y Sickfried abrían un arco que oscilaba entre una melodía amarga y un ataque fulminante, como si las canciones fueran dos páginas arrancadas del mismo diario de guerra. Esa dualidad —la confesión íntima y el estallido externo— se sostuvo también en Der Maulwurf, uno de los momentos más performáticos de la noche, cuando Noise cavaba con la mano como si realmente buscara un túnel para sobrevivir bajo tierra mientras el público respondía con fervor, acompañando el gesto como si se tratara de una acción ritual compartida. La respuesta del público se profundizó con cada canción. En Sturmtrupp, la banda logró un clímax de sincronía extrema entre caos y precisión, permitiendo que Hans, el baterista, se convirtiera en protagonista al finalizar el tema subido literalmente a la batería, extendiendo los brazos hacia la audiencia en lo que fue uno de los pocos gestos de humanidad explícita dentro de una puesta que, por diseño, privilegia la despersonalización. Ese gesto, pequeño pero cargado de significado, detonó un estallido emocional que atravesó la sala y permitió que la banda encontrara un punto de contacto con el público sin romper el dispositivo conceptual. Luego, Panzerhenker desató una energía distinta, más física, más compulsiva, impulsando los primeros circle pits importantes de la noche, mientras Noise sostenía el relato desde su máscara de dolor y las guitarras imprimían un carácter marcial que empujaba a la multitud hacia un movimiento continuo que parecía inevitable.
La sorpresa estética surgió con Kampf und Sturm, que introdujo una melodía de breakdown cercana al nu metal, un elemento que rompió por completo la expectativa ortodoxa sin poner en riesgo la coherencia del concepto. Esa irrupción, inesperada en un proyecto que se inscribe en una genealogía extrema centroeuropea, funcionó como expansión expresiva: un recordatorio de que KANONENFIEBER no responde a un canon metálico, sino a una necesidad narrativa. Y eso quedó reforzado en Z-Vor!, donde la banda generó una sensación de urgencia casi insoportable, como si el tiempo estuviera por quebrarse. El público respondió con un desplazamiento físico que se extendía por capas: algunos avanzaban, otros retrocedían, otros rodeaban el centro de la sala, todos incorporados al mismo movimiento, al mismo pulso inminente.
La vulnerabilidad llegó con Die Havarie, un momento de suspensión emocional donde Noise dejó el canto al público y la sala entera respondió con una voz colectiva que resultó profundamente conmovedora. Allí no hubo teatralidad ni despliegue: sólo un coro humano que parecía atravesar una pena compartida. Y cuando la banda retomó la intensidad con Die Feuertaufe, ese pasaje se transformó en un puente perfecto hacia el tramo final del show, que se introduciría con la mención explícita a Verdun, la batalla que la historia recuerda como la más brutal e inútil de la Primera Guerra Mundial, la picadora de carne que convirtió el valor en desgaste y la estrategia en desastre prolongado. Ese preludio abrió el camino hacia Ausblutungsschlacht, donde el concepto alcanzó su punto más devastador. Noise, ya transformado en una calavera, ejecutó uno a uno a los músicos, dejándolos caer como cuerpos sin nombre en un escenario que de pronto dejó de ser escenario y se volvió un campo de batalla simbólico. El gesto, acompañado por la referencia a Verdún una de las peores batallas de la Primera Guerra Mundial—más de 700.000 bajas, diez meses de desgaste, ningún vencedor— transformó la representación en un acto político: la guerra no deja héroes; deja cadáveres. No hay lectura más llana ni más necesaria. El público, que venía sosteniendo un estado emocional intenso, quedó sumido en un silencio que pesó tanto como la música previa. No hubo espacio para un bis: lo que había sucedido era un cierre total, una sentencia.
Y, sin embargo, mientras la gente se retiraba en una mezcla de impacto, reflexión y fascinación, una sensación se volvió evidente y compartida: KANONENFIEBER necesita un escenario más grande. La magnitud conceptual, emocional y visual de su propuesta supera las dimensiones de un recinto como El Teatrito. Ver esta obra en un espacio con mayor despliegue técnico no sólo sería deseable: sería coherente con la escala del discurso que la banda activa. Porque si en ese ámbito íntimo lograron una experiencia devastadora, imaginar lo que podrían hacer con más espacio, más altura, más sombras y más profundidad escénica resulta inquietante en el mejor sentido. Lo de KANONENFIEBER no fue un recital: fue una instalación histórica, un ritual de memoria, un recordatorio brutal de que la guerra —incluso cuando es representada— no se mira: se padece.
Texto: Carlos Noro
Fotos: Cortesía Martín Darksoul
Agradecemos a Marcela Scorca de Icarus Music por la acreditación al evento.
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