MASTERS OF ROCK 2025: La celebración del Heavy Metal


Fecha: Sábado 26 de Abril | Hora: 13:00 hs. | Ciudad: Villa Martelli, Buenos Aires | Lugar: Tecnópolis

 

El MASTERS OF ROCK se presenta como la reencarnación contemporánea del mítico MONSTERS OF ROCK, un heredero legítimo que toma la posta de aquel espíritu clásico pero bajo otro nombre, obligado por cuestiones de marca. Aunque mantiene el ADN del metal en vivo y a gran escala, este nuevo festival lleva el sello de los tiempos que corren: espacios delimitados, consumo cashless (aún en proceso de adopción entre los asistentes), sectores gastronòmicos, beer garden —que esta vez generó controversia al quedar completamente ajeno a la experiencia visual de los shows— y una segmentación de entradas que, en sus versiones más exclusivas, tampoco garantizaban visibilidad total. Con dos escenarios montados en paralelo y una logística impecable en cuanto a puntualidad, el festival evitó cualquier silencio: una banda terminaba y la otra comenzaba casi sin descanso, en una maratón sonora que solo se vio alterada por la inesperada y sorpresiva ausencia de SCORPIONS. La decisión de los organizadores de anunciar esa baja en vivo mediante un vocero, provocó una mezcla de abucheos y aplausos justo antes del ingreso triunfal de JUDAS PRIEST que, seguramente, al tener que adaptar su set a los nuevos requerimientos, extendió su momento de salida a escena.

En este contexto, fue acertada la inclusión de varias bandas nacionales —que aportaron identidad local y potencia escénica—, así como la convocatoria de proyectos internacionales que no suelen formar parte del circuito habitual de los grandes festivales en Argentina. Esta diversidad fortaleció la grilla y ofreció una experiencia más rica, abierta y representativa de las múltiples vertientes que conviven dentro del universo metalero. Todo se desarrolló en el estacionamiento de Tecnópolis, un espacio que cumplió pero que, de cara al futuro, podría aprovecharse mejor considerando la magnitud del evento y la mística que se busca consolidar. En definitiva, la sensación es que el festival estuvo acorde a las expectativas y dejó un interesante antecedente hacia el futuro. Veremos cómo continúa.

 

AGAINST, ENTRE EN CIELO Y EL INFIERNO y HORCAS: La sangre de los nuestros

Mientras el sol del mediodía empezaba a calentar el predio y los escenarios ya rugían con distorsión, tres bandas argentinas se encargaron de dejar en claro que el metal nacional no tiene nada que envidiarle a nadie. AGAINST, ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO y HORCAS se plantaron con autoridad en el MASTERS OF ROCK, desplegando actitud, entrega y un arsenal de canciones que encendieron a una audiencia heterogénea pero hambrienta de riffs filosos.

AGAINST abrió para nosotros la jornada con una dosis de crudeza que no dio respiro. Desde el arranque con La sangre de los nuestros, marcó el tono: directo, honesto y sin vueltas. Con un sonido que fue ganando cuerpo a medida que avanzaba el set, se despacharon con El guará y El encierro, dos piezas que equilibran brutalidad con mensaje. Pero fue El Libertador el que coronó su paso, con un final que dejó en claro que lo suyo no es solo fuerza sino también el contenido y el sentido de identidad. Antes de cerrar, Iván Monastirsky tomó el micrófono y soltó una de esas frases que calan hondo: “En momentos tan difíciles como estos, es un orgullo que haya un festival de metal con tantas bandas nacionales. Que nadie nos saque las ganas de celebrar las cosas que logramos.” El público respondió con aplausos sinceros, en una conexión directa que trascendió el volumen y las distorsiones. En el Masters, AGAINST no solo tocó fuerte: habló claro.

 

Más tarde, ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO  ofreció un set cargado de nostalgia, pero también de fuego actual. Arrancaron con Herederos de la fe y Obsesión, dos clásicos eternos del heavy nacional que más de un espectador coreó como si estuviera en los ’90. Pero el centro de gravedad estuvo en Enviados y El árbol del bien y el mal, dos nuevas canciones que sonaron pesadas, modernas, con una producción afilada que sigue el espíritu del proyecto original, pero lo potencia con un audio actual y agresivo. En ese terreno, Mario Ian se lució con una interpretación feroz donde, más que nunca, asomó la sombra poderosa de Rob Halford: agudos filosos, dramatismo vocal y un manejo escénico que mantiene intacta su estampa de frontman clásico. El cierre con Bajo control fue un broche potente, con una ejecución ajustada y una vibra emocional que traspasó el escenario. Una propuesta que equilibra legado y presente con total naturalidad.

 

El cierre argentino llegó con HORCAS, emblema inoxidable del thrash criollo. Desde que sonó Ciego para ver, el escenario se convirtió en un campo de batalla donde los riffs eran proyectiles y las letras, banderas. Con El diablo y Fuego, la banda demostró que su maquinaria sigue aceitada y que su mensaje social está más vigente que nunca. Lo más revelador fue ver cómo temas más recientes las dos canciones que iniciaron el set fueron celebrados con el mismo fervor que los clásicos. HORCAS está atravesando un gran momento: su presente no vive de glorias pasadas, lo alimenta. La gente corea todo, sin distinción de época, porque la banda sigue diciendo cosas que resuenan en el ahora. El punto de máxima emoción llegó con Argentina, tus hijos, una declaración de principios que encendió puños, gargantas y corazones con la acostumbrada arenga de Walter Meza.  El show cerró con fuerza, identidad y ese sentido de pertenencia que solo bandas con historia y compromiso pueden generar. Bien por ellos.

Riffs al sol: OPETH y la herejía de tocar de día

A veces, el metal más oscuro tiene que lidiar con su enemigo natural: el sol. A las 15:35, con el astro partiendo el predio a la mitad y sin una sombra piadosa en el horizonte, OPETH subió al escenario como una anomalía: una banda acostumbrada a las penumbras, invocando climas densos y paisajes sonoros sombríos, obligada a desplegar su ritual a plena luz del día. El contraste fue inmediato y hasta cómico, algo que el propio Mikael Åkerfeldt capitalizó con su clásico humor sutil y mordaz: “Hola Paraguay”, soltó apenas tomó el micrófono, generando carcajadas tras el “error” y mostrando que, a pesar del contexto, venían a disfrutar. “Vamos a ir viendo cómo nuestras caras se ponen cada vez más coloradas”, agregó entre risas, admitiendo lo absurdo de estar tocando música lúgubre y progresiva con el sol derritiéndoles el cuerpo.

El set fue breve pero quirúrgico: seis canciones que narraron un arco emocional claro, donde la complejidad estructural se entrelazó con la introspección melancólica. §1 abrió la jornada como una especie de conjuro instrumental, seguida por Master’s Apprentices, que marcó el primer pico de intensidad con su riff demoledor y ese groove oculto que funciona como la maquinaria invisible de la banda. La inclusión de §3, proveniente del nuevo disco The Last Will and Testament, confirmó que OPETH no vive del pasado: el nuevo material convivió con los clásicos sin desentonar.

La curva emocional del show tuvo su centro de gravedad con In My Time of Need, una de las piezas más desgarradoras de Damnation. Aun en pleno sol, esa canción logró envolver al sector más fiel del público en un manto de melancolía escandinava. Luego vino el regreso al terreno pesado con Ghost of Perdition, y el cierre perfecto con Sorceress y Deliverance, dos piezas donde el virtuosismo no eclipsa la emoción sino que la potencia.

A nivel técnico, el sonido fue sólido, con cuerpo y presencia. No llegó a ser hiper nítido —como requiere una banda que se mueve entre climas acústicos y explosiones guturales—, pero estuvo a la altura. Las guitarras se sintieron afiladas, la batería bien definida y la voz, ese vaivén entre lo desgarrado y lo melódico, logró mantener su expresividad, aún con el viento y la luz jugando en contra.

El público, en cambio, estuvo dividido. Para los que fueron a verlos, fue una experiencia disfrutable, incluso única: OPETH fue la única banda de la jornada que incluyó voces guturales, y eso solo ya marcaba una diferencia. Pero para buena parte del resto, fue más una curiosidad que un momento de entrega. Åkerfeldt, siempre agudo, lo notó enseguida: “Sabemos que no vinieron a vernos”, dijo con una media sonrisa que desactivó cualquier tensión. Lejos de incomodarse, jugó con la situación y con los códigos locales: se refirió a sí mismo como “Miguelito” y bautizó a su compañero Fredrik Åkesson como “Peluca”, sacando una risa inesperada de una audiencia que lo miraba, en partes iguales, con respeto y desconcierto.

Aunque el entorno no parecía hecho para ellos, OPETH hizo lo suyo: desplegó una propuesta musical compleja, oscura y emocional, sin atajos ni concesiones. Incluso a plena luz del día, bajo un calor sofocante y frente a un público disperso, lograron dejar una marca. Porque el metal, cuando es genuino, puede brillar incluso donde no debería.

QUEENSRŸCHE: Historia presente

Que QUEENSRŸCHE toque de día, también puede parecer una rareza, pero bajo la luz cruda del sol festivalero y sin artificios, la banda de Seattle demostró que no necesita sombras ni luces dramáticas para brillar. Lo suyo fue técnica, actitud y presencia. Puro heavy metal con elegancia progresiva y una ejecución tan técnica y perfecta como emocional. Y lo más notable, con un sonido que fue, sin discusión, el mejor de todo el festival.

El arranque con Queen of the Reich tuvo un mínimo traspié cuando el micrófono de Todd La Torre se apagó durante unos segundos. Pero esa mínima falla técnica no alteró ni el curso ni el clima. Apenas regresó la voz, La Torre se adueñó del escenario con una performance vocal descollante que se sostuvo durante todo el show. Lo suyo fue tan sólido, tan seguro, que por momentos parecía innecesario recordar que no es el vocalista original. Su presencia permitió algo impensado hace unos años: no añorar a Geoff Tate.

El show fue un viaje al corazón de la era dorada de la banda. Con cinco temas de Operation: mindcrime (1988), tres de Empire (1990) y rescates del EP debut , Rage for order y The Warning, el setlist prescindió por completo del material de los cuatro discos que QUEENSRŸCHE grabó con La Torre como cantante principal, todos bien recibidos por la crítica. Fue menos llamativa la ausencia de canciones de fines de los ’90 y buena parte de los 2000, probablemente el período más flojo a nivel compositivo y discográfico. Fue, en definitiva, un set pensado para nostálgicos, pero ejecutado con una contundencia que confirmó el buen presente del grupo.

La formación actual —Michael Wilton (guitarra líder), Eddie Jackson (bajo y coros), Mike Stone (guitarra rítmica), Todd La Torre (voz principal) y Casey Grillo (batería)— se mostró ensamblada y aceitada. Wilton sigue siendo un guitarrista fino, capaz de alternar riffs afilados y melodías cristalinas. Jackson sostiene todo con groove y claridad. Stone aporta peso, empuje y presencia escénica. Grillo, con sus fills precisos y controlados, nunca pierde el foco. Y La TorreLa Torre está en su mejor momento.

Hubo pasajes memorables: The Needle Lies fue un misil directo, con sus cambios de ritmo frenéticos y su urgencia dramática intacta. Walk in the Shadows, con su riff melódico y su cadencia ganchera, fue una joya que sigue sonando fresca. Jet City Woman, con sus armonías vocales y groove calmo, marcó uno de los picos melódicos de la tarde. Y Take Hold of the Flame, de The Warning, fue uno de los momentos más emocionantes: La Torre alcanzó los agudos sin esfuerzo, sosteniéndolos con una perfección admirable y sensibilidad clásica.

Uno de los puntos más altos fue Silent Lucidity, con la particularidad de que era la primera vez que la banda la interpretaba en una gira por Latinoamérica. La atmósfera orquestal pregrabada, el tempo lento y la interpretación emotiva, convirtieron a esa balada prog en una experiencia introspectiva y conmovedora.

Antes de despedirse, La Torre comentó entre sonrisas que el técnico de batería de la banda es argentino, lo que generó una ovación espontánea. Y tras Eyes of a Stranger, himno absoluto del catálogo de Operation: Mindcrime, se despidió con un sentido “¡gracias totales!”, que no solo homenajeó a SODA STEREO, sino que cerró el show con un guiño directo a la emocionalidad local que en el contexto de un show metalero resultó al menos, curioso.

QUEENSRŸCHE no vino a reinventarse ni a vender un comeback. Vino a mostrar que sigue vivo, afilado y relevante. A fuerza de precisión, buen gusto y respeto por su propia historia, ofrecieron una clase magistral de cómo sostener un legado sin dejarse vencer por él.

SAVATAGE: Cuando el metal va al teatro

Fueron más de dos décadas de espera. De esperanzas, rumores, cambios de planes. Pero en 2025, SAVATAGE volvió a subirse a un escenario con nombre propio, y lo hizo con la elegancia, el poder dramático y la emocionalidad que construyeron su leyenda. Con un atardecer caracterizado por su belleza apacible, una de las bandas más importantes del metal progresivo y sinfónico de los ‘80 y ‘90 regresó con un show imponente, sólido, sentido, que mezcló virtuosismo con teatralidad, técnica con emoción cruda, y dejó en claro que no se trata de una gira nostálgica: esto fue una celebración viva de un legado único.

Con Zachary Stevens al frente, en la voz principal, flanqueado por los históricos Chris Caffery, Al Pitrelli, Johnny Lee Middleton y Jeff Plate, más el refuerzo de dos tecladistas que aportaron espesor orquestal y escénico, SAVATAGE ofreció un show tan poderoso como emotivo. El sonido, a la altura de las circunstancias, estuvo en buen nivel durante toda la noche. Y el set fue tan bueno que dejó a muchos con el deseo latente de una gira más extensa.

El show abrió con The Ocean, que incluyó un guiño especial a los fans de la vieja guardia al incluir un fragmento de City Beneath the Surface, una joya primigenia de los días de AVATAR (una suerte de proto SAVATAGE). Desde ese primer momento, con Welcome, la banda dejó en claro que las armonías vocales no serían un detalle: los coros perfectamente armonizados entre Zach, Chris, Johnny y Al dieron cuerpo a una interpretación que amalgamó nostalgia y contundencia. Las guitarras también se destacaron por su trabajo en armonía, con melodías gemelas que evocaban el legado de Criss Oliva.

Con Jesus Saves, la banda desplegó su costado más escénico. La canción, que forma parte de Streets: A Rock Opera, sonó como una escena salida de un musical oscuro, gracias a la expresividad de Zach y al trabajo coral que enriqueció cada estribillo. El groove fue denso y marcado, mientras los coros en capas daban vida al relato del personaje de DT Jesus. La teatralidad se sintió amplificada por los arreglos vocales que dialogaban constantemente con los riffs de guitarra. Las armonías instrumentales y vocales se fundieron para generar una puesta sonora cinematográfica.

Sostenida en pasajes atmosféricos y un crescendo instrumental impactante, The Wake of Magellan fue una experiencia envolvente. Las armonías vocales volvieron a destacar, especialmente en los puentes y estribillos, donde el dramatismo lírico se tradujo en capas melódicas que añadieron emoción y profundidad. Las guitarras dialogaron en contrapunto melódico, reforzando el carácter narrativo del tema. Con Dead Winter Dead, el clima se volvió más opresivo. El riff machacante dominó la escena y las armonías vocales jugaron un rol clave para darle respiro a una canción cargada de tensión. La sección instrumental también incluyó pasajes armónicos entre las guitarras que recordaron la faceta más compositiva de la banda.

Handful of Rain, en cambio, mostró la mejor cara de Zachary Stevens: una actuación descollante, donde su caudal emocional se potenció con una interpretación vocal precisa y sentida. La canción tuvo ese aire western pesado, con guitarras cargadas de reverb y una cadencia narrativa, coronada por unos coros que sonaron casi como un lamento colectivo. Aquí también se destacaron las armonías de guitarras limpias y distorsionadas, que tejieron un fondo sonoro épico y sombrío.

Uno de los grandes momentos de la noche fue Chance, que ofreció un juego vocal polifónico extraordinario. En escena, la banda logró replicar el complejo contrapunto vocal del disco, con cada miembro sumando su línea en armonía perfecta. El resultado fue hipnótico: una canción densa pero positiva, que puso de pie al público y confirmó que SAVATAGE sigue siendo único cuando se trata de fusionar técnica y emoción. Las armonías vocales no solo fueron un recurso estilístico, sino la verdadera columna vertebral del tema.

Gutter Ballet fue una clase magistral de teatralidad metalera. La introducción pianística envolvió al público en un clima de ensueño antes de que estallaran los riffs. Lo más destacado fueron las armonías vocales, donde Zach lideró con maestría, pero los coros de Chris, Al y Johnny elevaron la canción a niveles operáticos. Las guitarras también trabajaron en capas armónicas que reforzaron la sensación de grandilocuencia y dramatismo. La continuidad estuvo en Edge of Thorns, el poder melódico alcanzó su clímax. Con guitarras que alternaban entre lo lírico y lo cortante, y una base que empujaba sin descanso, la canción funcionó como una celebración de la era más radial y accesible de la banda. Nuevamente, las armonías jugaron un papel crucial: cálidas, envolventes, nostálgicas, tanto en las voces como en las líneas de guitarra que surfeaban sobre la base rítmica.

Si hubo un instante en el que todos los presentes sintieron un nudo en la garganta, fue con Believe. Con la imagen de Criss Oliva proyectada en pantalla y Jon Oliva cantando y tocando el piano desde el video, la emoción fue incontrolable. La banda ingresó luego del primer estribillo y Zach armonizó de forma conmovedora con la voz grabada de su viejo compañero. Durante el solo, el tributo a Criss, fallecido trágicamente en 1993 en un accidente provocado por un conductor ebrio, se sintió como un gesto de justicia poética. La canción se convirtió en un acto de duelo colectivo, pero también de sanación. Las armonías, en este caso, fueron puentes sonoros hacia el recuerdo.

El tramo final fue un baño de riffs y energía. Power of the Night trajo de vuelta la crudeza de los primeros años, con armonías vocales que reforzaron el dramatismo de cada línea. Las guitarras se turnaron para lanzar riffs y melodías gemelas, construyendo un muro sónico impenetrable. Hall of the Mountain King, como era de esperarse, fue el gran clímax: una pieza monumental donde el virtuosismo instrumental y el desenfreno vocal se combinaron para cerrar la noche con una ovación unánime. Las armonías guitarrísticas, enérgicas y neoclásicas, acompañaron los fraseos de Zach y los coros de todo el grupo como si fueran una sola entidad, generando varios de los mejores momentos del festival.

El regreso de SAVATAGE fue mucho más que un concierto. Fue una ceremonia de reencuentro, tributo y catarsis. La ausencia física de Jon Oliva, afectado por problemas de salud —incluyendo una fractura de columna, esclerosis múltiple y la enfermedad de Ménière—, fue compensada con respeto, emoción y tecnología. El espíritu de la banda, sin embargo, estuvo intacto: cada armonía vocal, cada riff, cada imagen proyectada tejió un puente entre el pasado y el presente. Y si algo quedó claro esa noche, es que SAVATAGE no solo volvió: sigue siendo imprescindible. Aunque el show fue largo, lleno de perlas y construido con inteligencia, quedó la sensación de que faltó más. No por duración, sino porque cuando una banda así regresa con semejante contundencia, uno quiere seguir ahí, escuchando, reviviendo, creyendo. Si algo dejó claro este show es que SAVATAGE no es solo una banda: es una experiencia emocional, musical y espiritual. Y anoche, volvió a brillar con todo el fuego que supo construir en sus inicios. Esperemos verlos pronto de nuevo.

EUROPE: Pura diversión

El primer show nocturno del festival tuvo nombre y apellido: EUROPE. Y fue la elección perfecta para abrir fuego cuando caía el sol. Porque si algo quedó claro, es que estos suecos saben cómo llevarse el premio mayor aun cuando muchos llegan sólo por el “hit de los teclados”. La banda no solo honra su legado: lo potencia, lo moderniza y lo sacude con una muralla sónica que desarma prejuicios en menos de un par de canciones.

El arranque fue con On broken wings, directo y sin anestesia. Joey Tempest, aunque se lo notó algo afectado de la voz al principio, no tardó en acomodarse y en desplegar su carisma habitual: micrófono al viento, saltos, giros de pie de micro y una entrega total al público. Ya con Rock the night se notaba que la banda estaba firme, bien aceitada, y que el sonido —nítido y contundente— iba a acompañar la jornada con calidad.

El setlist fue un viaje equilibrado entre perlas ochentosas y material más reciente. Walk the Earth mostró la faceta más contemporánea del grupo, con una producción moderna pero sin perder esa impronta melódica. La pesadez de temas como Scream of Anger y la solidez instrumental de Hold Your Head Up demostraron que EUROPE es mucho más que un estribillo pegajoso. John Norum, dueño de un tono afilado y blusero, fue fundamental para reforzar esa sensación: la banda suena rockera, sólida y nunca fuera de lugar, sin importar si venís por la nostalgia o si apenas conocés The Final Countdown.

Carrie fue uno de los grandes momentos emotivos de la noche, con todo el público acompañando en unísono. Y el cierre se dio con una seguidilla imbatible: Superstitious, que incluyó el clásico guiño a WHITESNAKE con Here I Go Again, Cherokee con sus coros marciales y, por supuesto, el clímax absoluto con The Final Countdown, que esta vez sumó como invitado a Fredrik Åkesson (de OPETH), duplicando la artillería guitarrera junto a Norum en un final cargado de energía.

El sonido fue clave: bien equilibrado, algo que ayudó a que la banda terminara convenciendo a propios y extraños. EUROPE no es solo una banda que sigue viva, sino una que sigue ganando público en cada show, rompiendo prejuicios y entregando una propuesta que resulta sólida tanto para los fans de toda la vida como para los que se acercan solo por el clásico emblema de la banda.

EUROPE es una banda con oficio. Lo sabe, lo disfruta y lo transmite. Tiene ese pulso setentoso y ochentoso, sí, pero condimentado con una fuerza moderna y un peso específico que se impone. En festivales, donde conviven públicos dispares, eso es clave. Y ellos siempre terminan siendo una apuesta ganadora.

JUDAS PRIEST: Una experiencia religiosa

Cuando la garganta de Klaus Meine obligó a Scorpions a cancelar su show minutos antes del horario pactado, muchos sintieron que la jornada podía desinflarse. Sin embargo el comunicado por parte de los organizadores fue rápido y preciso: JUDAS PRIEST tocaría un set extendido. Y así, con más de dos horas de gloria metálica, la banda convirtió el imprevisto en una noche para la historia.

Pasadas las 20:40, después de una intro con la abreviada War Pigs de BLACK SABBATH  y la marcha instrumental Clarionissa, JUDAS PRIEST salió con todo: Panic Attack, uno de los nuevos cortes de Invincible Shield, rompió el aire con riffs filosos y un Halford enérgico que saltó a escena con actitud desafiante. La banda se mostró ajustada y sólida desde el arranque, con Scott Travis marcando el pulso demoledor de la noche. Con una pegada contundente pero controlada, supo adaptarse a cada cambio de clima sin perder potencia. Lo suyo fue una exhibición de técnica al servicio de la canción: jamás sobreactuó, pero se hizo notar cada vez que el show necesitó un golpe de adrenalina. Su dominio del doble bombo, su manejo del silencio y su fuerza expresiva pusieron en claro por qué es uno de los bateristas más respetados del heavy y una pieza clave en el motor de los ingleses.

Sin pausa, You’ve Got Another Thing Comin  hizo estallar el pogo y los brazos en alto, seguida de una combinación imbatible: Rapid Fire, cruda y directa, y el pegadizo combo de Breaking the Law  fundido sin solución de continuidad con Riding on the Wind. Este último fue un momento altísimo, con Richie Faulkner soltando solos incendiarios y Halford liderando con voz afilada.

Uno de los tramos más oscuros y teatrales llegó con Love Bites: los riffs densos, el ritmo más lento pero cargado de tensión, y una performance vocal cargada de erotismo sombrío hicieron que el tema se sintiera como una suerte de misa gótica. Halford se movía con gestos controlados, casi como un vampiro mecánico, mirando al público con esa mezcla de autoridad y distancia que lo volvió ícono.

Devil’s Child mantuvo el tono, rockera y ominosa, con letras que coquetean con lo prohibido, mientras Sinner llevó la oscuridad un paso más allá: fue uno de los momentos más densos del show, con pasajes instrumentales que evocaron el costado más lisérgico de los años ’70. Halford aquí bajó el tono y trabajó el dramatismo con una teatralidad que dejó boquiabiertos incluso a los que ya lo vieron más de una vez. Desde su rincón habitual, casi inmóvil pero imperturbable, Ian Hill volvió a demostrar por qué es el ancla invisible de la banda. En este tipo de canciones, su bajo se fundió con la batería para construir una base sólida y cavernosa que sostuvo todo lo que ocurrió por encima. No necesita llamar la atención: su presencia se siente más que se ve. Cada una de sus líneas aporta gravedad y profundidad, incluso en los pasajes más veloces. Su bajo no brilla, pero sin él no existe aquello que hace a JUDAS una marca registrada.

A los 73 años, Rob Halford sigue siendo el arquetipo viviente del cantante de heavy metal. No sólo por haberle dado forma —literal— al estilo visual y sonoro del género con su irrupción a fines de los ’70, sino por cómo se ha mantenido firme, activo y elegante incluso cuando la edad, el desgaste o las modas le jugaron en contra. Lo suyo no es sólo longevidad: es liderazgo, inteligencia escénica y una fidelidad a su visión artística que ya roza la obstinación.

Sobre el escenario Halford ofreció una clase maestra de carisma y control. No corrió, no hizo piruetas, no necesitó sobreactuar. Apenas entró, con sus gafas oscuras, su chaqueta de cuero con tachas y su andar firme, la multitud entendió que el sacerdote del metal estaba en casa. Y que esa casa era el escenario. Su forma de moverse, de posar y hasta de permanecer quieto durante algunos pasajes es puro magnetismo teatral.

Vocalmente ya no lanza agudos imposibles a cada rato —y no necesita hacerlo—, pero cuando el momento lo requiere, ahí están: filosos, dramáticos, estremecedores. En canciones como Victim of Changes manejó los climas con una precisión narrativa impecable: entró susurrando, cantó con contención, y después lanzó gritos que cortaban el aire, mientras el estadio se cubría de una atmósfera densa y sagrada. Como broche de oro, Glenn Tipton apareció en el solo, generando uno de los grandes picos emotivos del concierto.

Rob Halford es uno de los pocos frontmen capaces de sostener un show de más de dos horas sin agitarse, sin sobreactuar y sin ceder un ápice de dignidad. Su voz, su postura y su historia lo convierten en una figura que ya excede al metal. Pero lo más notable es que, aún hoy, en pleno 2025, sigue entregando todo como si todavía tuviera algo que probar. Y eso —en un género donde la autenticidad lo es todo— vale más que cualquier agudo.

El costado más glam y provocador apareció con Turbo Lover, un clásico de Turbo que hoy suena más sexual y provocador que nunca. El riff sintetizado, el tempo contenido, los movimientos felinos de Halford y ese estribillo hipnótico convirtieron el estadio en una pista retro-futurista. Para rematar, la pantalla mostró al Papa Francisco y Lionel Messi, en un gesto tan argentino como irónico, como si el propio país estuviera canonizando al metal.

Un momento de altísima carga emocional llegó antes de Invincible Shield, cuando Halford se sentó en el borde del escenario. Bajó la guardia, agradeció y nombró uno por uno los discos del grupo —salvo Jugulator y Demolition, los dos con Ripper Owens— en lo que fue una mezcla de reconocimiento, autoafirmación y —¿por qué no?— una pizca de ego explícito. Porque si alguien puede darse el lujo de reescribir la historia del metal a su modo, es él.

En estas canciones brillaron con especial protagonismo la dupla Faulkner – Sneap. Richie Faulkner se movió de punta a punta del escenario, se conectó con el público, gesticuló con cada riff y ejecutó sus solos con una mezcla de virtuosismo moderno y respeto por la vieja escuela. Hay energía joven en su cuerpo y experiencia en sus dedos. Su actitud escénica sumó dinamismo a la puesta, y su sonido fue nítido, agresivo y preciso. Se lo vio cómodo, como si ya fuera parte de la historia grande del grupo, algo que ha ido ganando por mérito propio. Por su parte, Andy Sneap cumplió con discreción y eficacia. No es un showman ni busca serlo, pero su rol fue crucial: sostuvo las armonías, replicó con fidelidad los arreglos clásicos y permitió que la estructura sonora de la banda no flaqueara en ningún momento. Su aporte es técnico, sí, pero también emocional: representa la continuidad, el respeto por el legado y la posibilidad de mantener el sonido intacto sin traicionar el espíritu. Entre los dos sostuvieron el legado con una fortaleza admirable a la altura de la propia historia de la banda.

El cierre fue un arsenal: Painkiller, con Halford montado en una moto invisible, y luego una ráfaga de clásicos en el bis: The Hellion / Electric Eye y las tres canciones que fueron sumadas al set para sopesar la falta de SCORPIONS, Metal Gods,Heading Out to the Highway y una versión monumental de Diamonds & Rust, que sonó más íntima y melancólica que nunca. Cada una de ellas fue un acierto que hizo olvidar por un rato la falta de los alemanes con uno de los mejores desempeños de los ingleses en nuestro país.

Ya con el público entregado, Hell Bent for Leather y Living After Midnight cerraron una noche que tuvo de todo: potencia, nostalgia, teatralidad, provocación y una ejecución impecable. Fue, literalmente, un repaso por la historia del heavy metal en carne viva.

No hay demasiadas bandas que, con más de cinco décadas sobre sus espaldas, puedan sostener un show de este calibre. Pero JUDAS PRIEST no es una banda cualquiera. Es una institución. Es el martillo, la ley y la redención. Y mientras Halford siga en pie, con esa voz de trueno y esa mirada de acero, el trono del heavy metal no está vacante. Sigue ocupado. Sigue rugiendo.

 

Texto: Carlos Noro
Fotos y clips: Estanislao Aimar
Agradecemos a Vicky Roa y Ake Music por la acreditación al evento.

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